Paraules amb Iniciativa

Gobernar no es un verbo intransitivo

escudoAlfonso Puncel Chornet

Responsable de l’àrea de fomació d’Iniciativa. Funcionari de la GVA i geògraf.

Las grandes cuestiones, las grandes declaraciones, los grandes principios son elementos comunes de todos los que compartimos el espacio político que promueve un cambio histórico hacia una sociedad más igualitaria, justa y sostenible.

Resulta sencillo ponerse de acuerdo en las grandes declaraciones de principios a favor de la sostenibilidad, el decrecimiento, la regeneración democrática, la radicalidad democrática, el empoderamiento femenino. Pero cuando, en la acción política diaria de las reuniones internas, se pasa a un estado de trance espiritual, iluminados por estas grandes verdades evidentes de un futuro esplendoroso, caigo en una profunda tristeza. Y no porque me cueste entusiasmarme con todo ello, sino porque intuyo que el debate se mantiene en ese estado de efervescencia prerevolucionario porque existe una incapacidad inherente para abordar el amargo, triste y gris camino de gobernar la revolución.

Levantar las banderas para enardecer los corazones es mucho más noble, y sin duda más sencillo, que discutir sobre los descoloridos números y los aburridos datos de la bibliografía gris de la estadística y el derecho. Pero hablar de revolución, en nuestra sociedad capitalista avanzada, implica gobernar. De hecho, cuando en nuestras democracias la gente vota, vota a otra gente para que gobierne.

La izquierda europea fue la primera en hablar de transición democrática hacia el socialismo, asumiendo que llegar a una sociedad donde cada persona recibiría aquello que necesita, como paso previo e inevitable a una sociedad comunista, en la que cada persona recibiría hasta el doble de aquello que necesita, requería contar personas y contar bienes, establecer códigos de reparto e impuestos, determinar los límites físicos de ese reparto y ponerlo, negro sobre blanco, aunque fuera para ser leído en un ebook.

Seguramente se llegó a esa conclusión convencidos de que la nueva clase trabajadora que surgía con el nuevo capitalismo popular, bien por exceso de colesterol, o bien porque un kaláshnikov pesa mucho después de media hora de llevarlo al hombro, ya no estaba por coger las armas para asaltar el Palacio de Invierno. Aunque lo más probable es que llegara a esa conclusión porque esa nueva clase trabajadora ya no quería el asalto dado que, entre otras razones, los palacios estaban ya ocupados por ellos mismos en sistema de multipropiedad.

Además, a esta clase trabajadora ascendente o subsumida en la creencia de su inevitable llegada o la de sus descendencientes, a un estado de mayor calidad de vida, con coche, apartamento en primera línea de playa y wifi, como consecuencia de un progreso imparable, le consta, por experiencia histórica, que las revoluciones hechas por desarrapados nunca acabaron bien para casi nadie. Al menos, si no había al frente un grupo de personas que supiera qué hacer con el gobierno una vez que las guillotinas estuvieran demasiado oxidadas. Así pues, la conclusión fue que “despacito y buena letra”.

Ahora vivimos en una época de incertidumbres con un aumento del activismo. Pero me temo que la hiperactividad revolucionaria, propia de la izquierda emergente no es otra cosa que un síntoma de la hiperpasividad que nace de la incapacidad de hacer aquello que hay que hacer, es decir, construir un relato para gobernar. Entierra así esa incapacidad en el montón de cosas de las que somos capaces, con la estéril pretensión de anular nuestra angustia mediante el mecanismo “del hacer”. De esta forma dicha hiperactividad se trastoca en actos formales cuando no meramente verbales. Y esta hiperactividad se suma a la de la izquierda sumergida que es, en su caso, síntoma de angustia por no poder respirar. Entre ambas hiperactividades hay un espacio menos angustioso pero más práctico que es el espacio de preparse para gobernar.

Incluso aquella izquierda que tuvo que acceder a la revolución con armas en la mano, como la latinoamericana, la africana o la asiática, pronto se dió cuenta que gobernar era un asco. En el circo, después del show, hay que dar de comer a los gigantes, el Partido Animalista reclama la liberación de las cebras y la mujer barbuda quiere hacerse un piling lo que crea un malestar con el que no se contaba. Y en ese descontento por no alcanzar la Utopia, surgen líderes carismáticos que vuelven a prometer redirigir la revolución acabando con los socialreformistas, siempre y cuando, por supuesto, se les diera el poder absoluto para ejercer el poder en nombre y para mayor gloria del pueblo.

Ese espacio de prepararse para gobernar no es nuevo. Algunas revoluciones, como la nicargüense, se dieron cuenta de ello previamente a tomar el poder y ya se prepararon, antes de asaltar los dormitorios de los Somoza, para coger las riendas del poder y, de paso, las del gobierno y la de la administración. Y qué decir, de la experiencia chilena la que, a pesar de que no se le dio tiempo para demostrar su capacidad, se iban preparados. Pero aquí llegamos al punto al que quería llegar.

Las soflamas revolucionarias (o las grandes oportunidades transformadoras) reclaman, en muchas ocasiones, el poder sin darse cuenta de que, aquí y ahora, esta reivindicación, más temprano que tarde, supone nombrar secretarios, directores generales, aprobar leyes, cuadrar balances y emitir decretos. Y para eso, como para levantar banderas, hay que tener músculo. Salvo que lo que se pretenda sea, exclusivamente, quedarse en el escenario de la noche electoral triunfante durante los siguientes cuatro años, para guardarse los recortes de prensa como muestra de lo que pudo ser. Vamos, hacer lo mismo que se intentó con la triunfante derrota de la Comuna de París, hace ahora siglo y medio, cuyo nuevo orden duró dos meses.

Aquí y ahora, que no estamos en estado prerevolucionario sino ante un proceso electoral que puede llevar a un cambio, esa preparación es más necesaria que nunca. El día de después no todo va a cambiar. Hay contratos comprometidos por la Generalitat con duración superior a un año, hay personal que ocupa puestos de trabajo inamovibles, piensen lo que piensen, hay obligaciones asumidas por la administración que, sí o sí, hay que cumplir, y hay, sobre todo, mucho desconocimiento, muy poca transparencia y un exceso de ocultamiento de información que nos impide imaginar qué encontraremos cuando entremos en los despachos. Pero con todo y sabiendo eso, hay que prepararse.

Gobernar no es un verbo intransitivo ni impersonal, se gobierna para algo en concreto y lo hacen personas para personas. Y ambos aspectos, el qué, el cómo y el quién, serán el resultado de confluencias, negociaciones y tensiones que, si bien en nuestra sociedad tienen connotaciones negativas por mor de algunas experiencias históricas recientes, no tenemos la obligación de cumplir con ese presagio.

No sé cómo será el día de después, pero seguramente será un caos que no es sinónimo de desastre. Pero aunque sea un caos creativo, cabe minimizar su desarrollo, sus consecuencias y reducir su duración porque la ciudadanía ni tiene paciencia ni tiene por qué tenerla.

El debate sobre qué significa gobernar está claro para quien ve la diferencia, entre ideología y política y entre esta y administración. Son tres niveles de un mismo programa pero con mecanismos diferentes y alcances escalonados. El debate, a mi entender, debe situarse entre la política y la administración teniendo claros los objetivos de gobierno. Objetivos plausibles y explicables. Los gobiernos que gobiernan con la ideología por delante renuncian pronto a la aburrida gestión para girar su cabeza hacia las banderas. Y no hace falta recordar que las banderas tienen astas que pueden acabar sirviendo para golpear aunque sea por descuido, a propios y extraños.

Las grandes contradicciones del sistema ya no son tan evidentes como lo eran hace a penas cincuenta años porque no es evidente el problema medioambiental, o los mecanismos de explotación de una clase por otra, o la apropiación de recursos por unos pocos. Existen pero no son evidentes porque no se sufren por igual por todo el mundo y porque existen mecanismos que subliman la opresión. El capitalismo ha elaborado toda una panoplia de recursos de seducción, presentando todos los futuros esplendorosos a los que renunciaremos si protestamos contra el sistema y, aunque no dejan de ser mecanismos represores, son embaucadores.

Desde el gobierno que asumamos – que recuerdo es un gobierno regional, de una región periférica, de un país particular, de un continente que fue el centro del planeta – hemos de seducir a la población con medidas concretas, que evidencien la amabilidad de los cambios, de la oportunidad de la transparencia, de las ventajas de la honestidad, de la ligereza de la participación y sobre la riqueza de la sobriedad. Hay que adoptar una perspectiva histórica de la acción de gobierno en ese contexto y para una ciudadanía de, apenas, cinco millones de personas. Ni más ni menos.

Ciertos desafios globales, articulados en torno a propuestas rotundas pero abstractas, tienen en común que nacen de la inexistencia de otros desafíos ilusionantes más concretos, de aquí y de ahora. Para evitar caer en aquéllos, será necesario diseñar una acción de gobierno ilusionante que, si bien no puede evitar la denuncia de tiempos pasados, no se puede sostener exclusivamente en auditorías, críticas al pasado o reproches. Limpiar la administración y establecer las responsabilidades debe limitarse en el tiempo y el espacio. Si se asume la responsabilidad de gobernar, desescombrar no puede producir más escombros ni puede ser una tarea eterna. En este sentido, la mejor manera de realizar esta limpieza es autoaplicarse medidas de regeneración democrática, transparencia, dejar que los organismos de control, existentes o por crear, realicen su labor y que sea la ciudadanía quien haga la auditoría en los bares y en las reuniones familiares.

Al firmar el decreto de nombramiento del consell, una de las primeras tareas que deberá asumir para cumplir con los objetivos políticos, estará reordenar el presupuesto con el que se encontrará el nuevo gobierno. En mayo de 2015 estará consumido o comprometido más de la mitad del que se apruebe en diciembre de 2014. Reordenar un presupuesto corriente a mitad de año es una tarea complicada porque se ha de hacer mientras no se paralice la administración y la propia acción de gobierno. Por eso los objetivos que se quieren cumplir han de ser claros y centrados en cuestiones fundamentales. Por mucho que nos pese, la acción de los primeros años de gobierno, si no toda la legislatura, han de dejar aplazadas medidas espectaculares o simbólicas para consolidar una forma de gobernar que revierta claramente en la población. Gobernar en tiempos de crisis y tras un período de intensa corrupción tiene sus ventajas y es que nos habituaremos a trabajar sobriamente. Al menos durante un tiempo.

Además habrá que estar atentos a las señales de corrupción con la puesta en marcha de nuevos controles y el refuerzo de los mecanismos que ya existen. Negar la posibilidad de que sucedan entre los nuestros cosas como las que hemos vivido sería un error de principio. Presupongo honestidad, pero a las personas honestas no les preocupan lo más mínimo los controles.

Pero sobre todo la acción de gobierno deberá centrarse en asuntos económicos y en llevar a cabo reformas que sean irreversibles. Esto, así dicho, parece fácil pero las trabas legales son muchas porque durante veinte años la derecha se ha encargado de realizar contrareformas irreversibles y en conducir nuestra economía hacia paraisos turísticos. Se ha creado una inercia que habrá que frenar. Y ya se sabe que los frenazos se han de realizar reduciendo marchas. Nuestra economía regional no puede seguir basándose en bares y hoteles por lo que, para crear una nueva estructura económica hay que establecer alianzas con sectores productivos, con las universidades y con los centros de investigación existentes o por establecerse.

Los retos son muchos y aunque el ánimo pueda ser corto, no queda otra. Excepto que queramos quedarnos a salvo enrollados en las banderas a modo de mortaja.

paulasimo

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