Alfons Puncel
La transformación económica también llega a las administraciones aunque de una manera menos rápida que a otros sectores, pero el tiempo no perdona y la edad alcanza a todos. De poco sirve concluir, tras sesudos informes, que en los próximos 5 años se jubilarán decenas de funcionarios y en 10 años nos jubilares centenares de miles de trabajadores de la función pública. Es algo evidente que al cumplir 65 o 67 dejaremos de prestar servicios como empleados públicos. Eso no sería una tragedia (incluso puede ser una bendición) si no fuera porque la sustitución de este personal no se hace al ritmo que permite asegurar el servicio público, resultado, entre otros factores, del mantenimiento de las limitaciones en cubrir los puestos que van quedando vacantes, la lentitud en unos procesos selectivos decimonónicos y una paralización sistémica en introducir instrumentos de gestión ágiles. Pero más que preocuparse por el diagnóstico quiero detenerme en tres consecuencias que debilitan notablemente el servicio público.
La primera es que el envejecimiento sin reposición de personal provoca una pérdida de capital social, es decir, de conocimiento colectivo adquirido por la práctica acumulado durante años y las redes de colaboración entre las personas. Este capital social tarda mucho en construirse y si no se dan las circunstancias para que se transfiera esa información a la siguiente generación. Esa pérdida de información es irreparable porque además no existen mecanismos para darles continuidad de aquellos empleados aunque sea de manera informal. No sería descabellado que existiera una asociación de empleados jubilados que pudieran asesorar sobre determinados problemas o que pudieran participar activamente (siempre voluntaria, siempre compensada) en cursos de formación del IVAP o en tutorías de los becarios que pasan por la administración para su formación. Esta alternativa además de quitarle trabajo de tutoría a las personas en “activo” permitiría separar su actividad formativa de la laboral, cuestión siempre controvertida.
Otro aspecto crítico es el modelo de oposiciones en sus contenidos, en los perfiles que se solicitan y por la gestión de las convocatorias. Que las pruebas que se reclaman solucionen el problema de la acumulación de opositores que se presentan convocatoria tras convocatoria a las oposiciones, no elimina el problema principal, esto es, que las pruebas están orientadas de demostrar conocimientos teóricos que no garantizan, en términos generales, la integración real y rápida del personal en la gestión. Se están dando pasos en el buen sentido para hacer las pruebas más prácticas pero por ahora las escasas convocatorias reproducen los esquemas tradicionales que, insisto, solucionan el problema de gestionar la participación pero no la dotación de personal ni por el número de convocatorias, ni por el número de plazas que se ofertan como por los perfiles que ya reclama una administración diferente y que no se ofertan.
Desde mi punto de vista una alternativa – que además de solucionar también la gestión administrativa de las pruebas – las convocatorias deberían asegurar la rapidez entre la propia convocatoria y la adjudicación provisional y definitiva de los puestos, que debería ser de menos de un año. Para resolver esto se debe disponer del primer examen general ya elaborado (quizás con la publicación previa de las miles de preguntas posibles sobre la legislación común de la que saldrán el centenar de preguntas), la utilización de tecnología de impresión rápida para ofrecer un examen aleatorio el mismo día de la prueba y el nombramiento de un tribunal único (permanente o temporal) dedicado a esa tarea.
Desde luego la falta de concursos periódicos para el personal fijo de la Generalitat complica los procesos selectivos pero existe una práctica útil para copiar como son las convocatorias en el sector de enseñanza. Si ahí es posible convocar año sí año no, alternando ofertas públicas y concursos, por qué no va serlo en la administración del consell que son menos plazas.
El tercer aspecto crítico tiene dos vertientes. Por un lado la temporalidad en la administración pública y por otra la limitación que impone la tasa de reposición. La cuestión de la temporalidad es una cuestión que, acuerdo tras acuerdo de reducción de la temporalidad al 8% y que no hace más que aumentar, lleva a la administración a un punto de colapso porque impide agilizar la gestión de la función pública complicando sobremanera la solución de los problemas anteriores. No profundizo aquí en las consecuencias humanas y económicas que supone mantener una temporalidad cercana al 30% del empleo pero valga para otra reflexión que si se reduce la temporalidad existente en las administraciones públicas, la temporalidad general descendería notablemente. La otra vertiente del problema es la tasa de reposición, cuestión esta que además de impedir (no ya complicar sino impedir) la solución de los problemas anteriores introduce un asunto grave y es que, de mantenerse por más tiempo esa limitación no habrá renovación generacional, no se reducirá la temporalidad ni se dotará adecuadamente las plantillas (ni con perfiles necesarios ni con ninguno) cuestión esta que supone en muchos servicios, sectores y entidades debilidades para la seguridad, el control de riesgos y la prestación del servicio para las que existen. Hablo de dotar los servicios de contratación, gestión de personal, servicios tecnológicos pero sobre todo aquellos puestos de inspección y vigilancia de los procesos administrativos.
Así pues, con este panorama las masivas jubilaciones futuras en las administraciones públicas y en especial en la Generalitat, son una cuestión a abordar con urgencia por este y el próximo consell de Botánico.
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