¿Nueva política? Sí, por supuesto. Siempre es hora de la nueva política. El problema, pequeño, interesante, escurridizo, consiste en decidir qué es una nueva política. O qué es nuevo en política. Y, sobre todo, qué es política, simplemente política. Esta es la cuestión determinante, en toda ocasión lo es, sólo que la respuesta puede variar históricamente, como históricamente varían las condiciones de la pregunta. Sea esta una primera conclusión: la política de calidad se sabe en la Historia, porque no flota en un indeterminado magma de ideas, sueños y sensaciones. Por eso molestan tanto las prédicas pastorales de la “nueva política”, que no son sino estridentes muestrarios de arte naif, expresionismo vulgar de profetas que claman en el desierto, proclamando que el mundo cambiará como el simple fruto maduro de la (buena) voluntad. Claro que hay razones para el enfado, para la indignación. Y que hay que decirlas alta y claro. Pero eso no es política: impugna un poder abstracto, desligado de condiciones reales, mas no construye una definición alternativa del poder.
Algunos/as solucionan la cuestión afirmando que lo importante es la dilución misma de la idea de poder, su inmersión en grupos indiferenciados de gente, una ambigua base social, aparentemente no trufada de diferencias y definida esencialmente por su oposición a una élite todopoderosa. Pero lo que en la práctica acaban por defender es la dilución de la responsabilidad política. ¿Para qué definir el contenido esencial de la responsabilidad en las nuevas condiciones culturales y socioeconómicas, si el combustible de la “nueva política” es la cultura de la sospecha? Para esta, todas y todos los políticos son sospechosos… menos los que levanten carismáticamente el estandarte de la “nueva política”. La cosa no es nueva. La hemos visto cientos de veces. Pero no hay que temer: los adalides de la nueva política no tienen el vicio de visitar libros de historia.
El debate político real es sustituido por la instalación en un escenario en el que el decorado asume los tonos de la trivialidad y la frivolidad: el prestigio de la “nueva política” es directamente proporcional a la ausencia de razonamientos rigurosos. No me refiero únicamente a la necesidad de fundamentar programas sólidos sino, incluso, a la construcción de la narrativa misma de la acción política. La “nueva política” consiste, sobre todo, en la generación acelerada de relatos. Pero son relatos -postmodernidad obliga- de obsolescencia programada: deben durar muy poco, el tiempo en el que los consumidores se adhieren a ellos antes de olvidarlos; relatos klennex, relatos que renuncian a construir memoria histórica y democrática, o sea, una memoria que se proyecta al futuro en vez de alentar nostalgias. Su espacio es el del tiempo acelerado de la red y la ansiedad del famoso/a por si pierde su condición. Así, abundan los nuevos políticos, heroicos en una época antiheróica, enamorados de sus sucesivos cuartos de hora de gloria: iconos pop que miden su eficacia por las apariciones publicitarias y no por la eficacia de sus acciones en términos de transformación. Cada día acuden a su trabajo dispuestos a hacer símbolos. Solo alcanzan a hacer gestos. Pero nadie les ha enseñado la diferencia.
Estoy siendo impertinente e injusto. Porque no existen esos neo-políticos en estado puro: todos conocen momentos de pesadumbre y los hay que tienen una buena formación especializada. Alguno, quizá, incluso es posible que dude. Tanto da. Lo grave es que la nueva política se independiza de intenciones declaradas para convertirse en un dispositivo, en un mecanismo automático de autolegitimación, transversal y difuso, capaz de ser asimilado por las izquierdas, pero también por alguna neoderecha. Se torna así espejo deformante en su desarraigo de lo concreto: política-feria, laberinto que, para reproducirse, precisa de lo que abomina. En definitiva: materia de perfil incierto disponible como ideología.
Como diría Marx -¡Dios me perdone citar al viejo!-: falsa representación de la realidad. Santa alianza entre el encomio de la ignorancia y el amor por la oportunidad. La ideología no es política. La política tiene límites: los del entorno que habita, los del momento histórico, los del marco institucional. Los que impone la integridad ética de saber que no deben plantearse objetivos sin definir públicamente los medios para alcanzarlos. Es más difícil la política que cualquier ideología. Por eso es más emocionante, más intrínseca a la condición humana como planteó Arendt. Por eso no necesita alterarse continuamente, ni proclamar cada hora su beatitud o la maldad de adversario. La política puede cambiar las cosas. La ideología se deleita en acariciarlas. ¿Política sin ideología, pues? No. Pero sí política para alcanzar, quizá, resultados ideológicos, pero no una confusión permanente en nombre del famoso viaje a Itaca. Porque mientras Ulises, astuto, viajaba atacando a cíclopes, regocijándose con ninfas y esas cosas, todos sus marineros fueron muriendo y la buena de Penélope lo pasó fatal ante los acosadores del lugar. La ideología ha salvado a muy pocos débiles, frágiles y subalternos. La política a muchos más.
Así estamos. Quizá el tiempo modere algunos ímpetus y enseñe a algunos las ventajas de la contención reflexiva y la complejidad de la ética en las democracias plurales. Y que ojalá pase pronto. Porque lo malo de cualquier nueva política es que puede incitar a la emergencia de una novísima política. Y lo peor de toda política que sólo se auto-representa e imagina por su novedad, es que necesariamente despertará una mañana y se descubrirá vieja.
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